Mariano Reina Valle, Licenciado en Historia del Arte.
Sevilla, 2015
Deslizar la cortina y descubrir a este renovado José María Díez supone asomarse a cualquiera de los relajantes abismos que nos presenta en sus nuevas colecciónes. Fundaciones es el valiente resultado de un pintor que ha apostado con madurez por explorar más allá de las fronteras de la zona de confort para bucear sin miedo en sí mismo como persona y como creador. Nuestro artista es un autor global, y su trayectoria lo refuerza. Domina lo figurativo con tal rotundidad y expresividad que podría haberse instalado en él; pero no, con esta producción nos empuja a un mundo mucho más sugerente con la misma contundencia pero con una sutil delicadeza. En una atmósfera etérea nos transporta de lo primitivo a lo sofisticado, del cuerpo al alma.
Como todo buen maridaje, cualquier técnica, además de su dominio, precisa de buenos elementos; por un lado, el soporte adecuado que absorba el impacto, y por otro, la materia que sepa potenciar los significados. José María Díez nos invita a disfrutar de una reinterpretación muy original del uso del grafito asociado a “la manera negra”, pero con peculiaridades que le confieren unos efectos desconcertantes.
El grafito es por sí mismo un mineral untuoso que da en general a todas las obras ese aspecto plomizo inherente al metal que se traduce en un difuminado suave. La aplicación que realiza nuestro autor es genuina, de tal forma que los paisajes emergen desechando lo sobrante. Este pormenor técnico realizado con extremada pulcritud y precisión crea unos ambientes tersos y delicados. Consigue una riqueza cromática llena de matices con unas veladuras leves muy conseguidas y unos reflejos satinados que enriquecen las composiciones, todo ello en un cuidado papel bien seleccionado. Esta valiente, arriesgada, pero muy estudiada forma de manejar este mineral, ofrece un resultado tan terso que las obras se manifiestan más como impresiones que como dibujos.
Cualquier proceso creador es complejo. Obedece a una concatenación de circunstancias y actitudes que van desde un imprescindible potencial a una sensible fuente de motivación. Cuando las creaciones se presentan con elementos visuales reconocibles y perdurables nace el lenguaje, y, cuando sostienen un hilo conductor que nos cuenta y las enlaza entre sí, surge el discurso. En definitiva, tener algo que decir y encontrar la mejor manera de expresarlo es verter el rico mundo interior de una forma plástica seductora.
En José María Díez, superada la barrera del realismo, se produce una metamorfosis espontánea que nos lleva a un lenguaje propio muy maduro, desligado de corrientes al uso y que presenta tal autenticidad que, sin olvidar las referencias primigenias, evoluciona por campos más profundos y de mayor alcance. Sabe extraer la esencia de cada pieza y la hace poesía. En una destilación de alquimista nos introduce en un ambiente evocador, simbólico, atrayente, enigmático, atemporal, delicado y tremendamente sereno.
La línea tiene un protagonismo caprichoso, surge cuando el autor quiere subrayar, potenciar, jugar entre lo artificial y lo natural, entre lo que es humano o pudiera no serlo. La perspectiva conecta una obra con la siguiente , mantiene un punto de vista homogéneo en todas las piezas y con un gran arrumaje simbólico apunta a la hondura, a lo profundo; a un horizonte al que se llega no sin antes atravesar un sucesivo registro de capas que inducen a ser descorridas para ver más allá. El volumen se maneja entre dos polos, lo lleno y lo vacío, la plenitud y la nada. Hábilmente casado con el color, origina contrastes de espacios volátiles o sólidos, el yin y el yang, el ser o no ser de la existencia. El diálogo entre luces y sombras crea una atmósfera mística con una luz aterciopelada e ingrávida. Sólo con el vaivén del blanco, del gris, y del negro, navega por un sinfín de tonalidades y nos atrapa en un flujo magnético con un lenguaje que, en palabras del artista, “huye de la realidad sin abandonarla”.
Las composiciones están estudiadas al detalle, unas diagonales intangibles modulan y compensan con agilidad y sutileza el contenido y el sentido de cada dibujo favoreciendo la apreciación unitaria de toda la producción. La tierra, el aire, el agua son elementos recurrentes que entretejen el recorrido discursivo y que nos transportan al mundo al que el autor nos invita y en el que el espectador entra con suavidad. Nada es gratuito, ni siquiera el tamaño. En estas piezas existe un “ menos es más”, basta con un pequeño detalle que como diminuta ventana estimula la imaginación y evoca un universo de lugares, sentimientos y emociones.
Es un privilegio poder asomarse, aunque sea brevemente, al proceso reflexivo de un artista. José María Díez me ha brindado tal oportunidad. Por ello puedo decir con todo convencimiento que estamos ante un pintor de una gran legitimidad. Toda su producción, especialmente esta colección, está impregnada de aquello por lo que un artista es artista: genialidad y humanidad. Y es efectivamente lo humano, el factor humano, lo que de ellas me atrapa. Las pequeñas piezas están cargadas de sensibilidad y emociones a las que el autor nos deja asomarnos: evocaciones, miedos, añoranzas, ideales, presentimientos, esperanzas, rubores, goces… que son las mismas que, como en un espejo, vemos en cada uno de nosotros. Nos lanza pues con esta serie de paisajes íntimos a un universo sin fronteras, a un mundo de realidades inventadas tan sugerentes como los sueños, tan sugestivas como la vida misma, que surgen de un profundo viaje al interior humano.