Pedro Macarro
Uno construye su propia música, sinfonías de pasos diarios, de infancias, de refugios, de luces, de recuerdos; sinfonías de sombras que nos persiguen para siempre. Uno lleva encima las manos que le amaron, madres, mujeres, soledades, amantes, las manos de la gente que nos vio llorar. Nadie nunca entenderá cómo sentimos, nadie nunca podrá entender la sensibilidad exacta de ese preciso instante sin importancia que nos dejó desnudos, ni aquel que nos quitó la voz, ni ese otro momento en el que ya nunca pudimos volver atrás. Desde entonces, desde que uno ya sabe que jamás puede escaparse de sí mismo, de lo que uno es, y de lo que lleva encima, nos convertimos en exploradores de situaciones donde escapar del miedo.
En estas series vemos al José María Díez más desnudo, más vulnerable, más sensible, más decidido. Lo vemos practicando con una minuciosidad extrema, detallada, paciente, su propio exorcismo, mostrándonos a alma abierta sus sinfonías, las manos que le marcan, los abrazos que arrastra, los laberintos que le atormentan. Cada dibujo o cada pintura es un viaje de sensibilidades y nostalgias, también de esperanzas, donde vemos sombras que son dudas, tinieblas que son ansiedad, paisajes que son silencio, ríos que son certezas, espacios que son soledad, infinitos que son locura.
Y luz. José María Díez siempre nos deja una luz en cada sinrazón de su búsqueda. Y es precisamente por esa luz que golpea en cada obra por lo que uno termina por comprender, después de recorrer sus paisajes que, a pesar de los miedos y los demonios, de los caminos y los tormentos, existe una paz posible, con su justo dolor, acaso con su justa certeza, la de que jamás existirá mayor belleza posible que la de habernos buscado. Hasta en los precipicios de la propia vida. Que continúa. Irrepetible.